A diferencia de lo que sucedía en los hogares urbanos o rurales, el trabajo del campo tenía una continuidad natural en la masía. Algunas de las labores de sus habitantes eran rutinarias, otras las imponía el paso de las estaciones, y la jerarquía dentro de la familia establecía su repartición. En el campo, las personas y los animales mantenían un vínculo estrecho. Los hombres proporcionaban el pesebre y el abrevadero para mulas y yeguas, bueyes y vacas, ordeñaban y limpiaban las pocilgas. Mientras tanto, las mujeres cuidaban del ganado pequeño (gallinas, ocas, patos o conejos), recogían los huevos y llevaban al mercado todo lo que pudiera venderse.
El hombre iba al bosque y volvía a casa con el haz de leña o la cortaba en trozos pequeños, mientras la mujer mantenía el fuego del hogar, cocinaba, lavaba, remendaba la ropa, planchaba y preparaba la olla con las coles, los nabos, las remolachas y el salvado para los cerdos. Era mucho trabajo, sin días de ocio, y al que aportaban su esfuerzo también los abuelos, los muchachos, los hijos no primogénitos y los niños. A lo largo del año había muchas otras actividades, como descascarillar el maíz, matar al cerdo, hacer jabón, arreglar las herramientas, los carros y la casa, amontonar el estiércol, amasar la harina para hornear el pan, elaborar velas con la cera de las colmenas o ir a herrar a los animales. Todo esto mientras las jóvenes bordaban y cosían para su ajuar o trataban con el marchante, y los dueños pasaban cuentas con los trabajadores o apalabraban precios con el carnicero.