Las diferencias sociales se habían entendido atávicamente como producto del destino. “Cada casa es un mundo”, decimos todavía, y las distinciones se establecen según las posibilidades de las familias. En casa del payés, la división se trazaba entre propietarios y campesinos; en la colonia fabril, entre dueños y obreros; en el pueblo, entre los comerciantes, los profesionales o la gente de oficio; y en el hogar, en función del rango que correspondiese a cada miembro de la familia.
Al final del siglo XIX y comienzos del XX, la denominada lucha de clases conmocionó al mundo. Socialmente, y no sin esfuerzo, se iba imponiendo una mentalidad más igualitaria, al tiempo que en los hábitos de las personas los progresos técnicos uniformizaban las maneras de vivir. Ya nada volvería a ser como antes. El progreso llegaría de una y de otra manera, en forma de derechos civiles y de mejoras prácticas: de la lámpara de aceite o de carburo se pasó a la electridad, del hogar de leña a la cocina económica o de gas, de hacer la colada en el río a la lavadora, de la despensa y el carnero a la nevera, de la tartana al coche, y del rosario y los relatos de las tardes a la radio y la televisión. Eran unos cambios sin marcha atrás.